dilluns, 27 de setembre del 2010

Relato corto: Luz

 Otro relato que en su momento envié para El CRAC del Cientoseis. (www.cientoseis.es). En este caso la temática no es épica o fantástica sino que es un relato detectivesco en el antiguo Egipto.
 
 
 
Luz

Hacía un día caluroso en Tebas. La ciudad transpiraba calma a esa hora, las casas, sin ventanas para protegerse del calor, acompañaban esa tranquilidad con su siesta del mediodía. Gente reposaba bajo la sombra de las inmensas palmeras a orillas del Nilo mientras algunos transeúntes se dirigían a sus viviendas. Y entre ese manto de paz, el mercado bullía de actividad. El ambiente a esas horas en el mercado era prácticamente irrespirable: los rayos del Sol i el calor corporal de los centenares de personas que acudían al bazar intensificaban el olor a especias, papiros y miles de otros matices; gente con prisa corriendo de aquí para allá, esclavos con grandes paquetes de productos para sus señores, niños correteando entre las piernas de sus mayores; montones de curiosos rodeando cada puesto de venta de algún producto exótico, otros observando como se desarrollaba alguna partida de Senet en algún rincón un poco apartado; los gritos de los comerciantes alabando la calidad de sus productos a la par de los gritos de los séquitos de nobles y allegados al Faraón ordenando despejar su camino; y en medio de tal caos, se encontraba Hacmoni.

Había salido a comprar a esa hora por casualidad. No le quedaban dátiles y se los había prometido a su hija pequeña. Pasó de largo una interesantísima partida de Senet entre dos conocidos suyos para dirigirse hacia la zona norte del mercado, donde vendían los comestibles. Dejó atrás la zona dedicada a las pequeñas figuritas de barro y se adentró en la zona de los escribas. Jóvenes y viejos por igual con montones de papiros bajo el brazo recorrían las concurridas calles de esa sección del bazar. Se detuvo para observar una parada magnífica: Papiros de miles de formas y tonalidades diferentes formaban un mosaico que rezaba “Tebas, nuestra querida ciudad”. No era el único que admiraba esa obra de arte multicolor, gente de todas las edades se frenaban al ver el tapiz de jeroglíficos tan bien trenzado.
Un hombre golpeó el hombro de Hacmoni. Este se giró rápidamente para pedir disculpas pero el extraño ya se alejaba entre la multitud. Un montón de papiros habían quedado esparcidos por el suelo y un muchacho, probablemente una víctima colateral del incidente, los recogía con una prisa inusitada. Hacmoni decidió ayudarle, aunque el chico le lanzase una mirada arrogante. <<Típico de los escribas, creen ser los únicos con algo de cultura y no les gusta que les tenga que ayudar un desconocido>>. Poco a poco, el amasijo de papiros fue volviendo a una carpeta de cáñamo del joven, y fue entonces cuando Hacmoni leyó, sin querer, esa breve nota:

“El señor On, hijo del antiguo barquero de esta misma ciudad, debe morir, salve Supettien, salve Bolice asuad”

El chico le quitó casi violentamente el pequeño retazo de papiro de las manos y siguió recogiendo, mas ya era tarde. La mente de Hacmoni, siempre atenta, quizás gracias a los años que llevaba como juez, ya estaba buscando entre sus recuerdos algún señor On, infructuosamente.
Finalmente, el embrollo de papiros había degenerado en una carpeta bien ordenada y el muchacho, sin siquiera despedirse emprendió prácticamente una carrera hasta perderse entre el gentío.

Después de comer, ensalada de dátiles con maíz acompañando carne de buey y todo regado finalmente con cerveza tebana, Hacmoni se dirigió al juzgado donde él trabajaba. La misteriosa frase no dejaba de retumbar en su cabeza, hacía ya un tiempo que solo resolvía casos de fraude en la contabilidad del grano, atestiguaba algunos accidentes con algún que otro cocodrilo y con un poco de suerte cazaba algún ladrón de seda y especies exóticas provinentes de las diversas colonias egipcias. Se adentró en los juzgados, fue hacia una estatua de Maat, representada como una mujer con una gran pluma de avestruz en la frente, y le pidió que su Justicia y su Verdad le ayudasen en su día a día. Siguió andando hasta su habitáculo particular. Sobre su mesa descansaban tres papiros, tres nuevos y aburridos casos. El primero era una petición para que fuese a conocer el motivo de los retrasos en el pago de los impuestos por parte de la cofradía del puerto, el segundo la investigación de un hombre desaparecido en la zona de cáñamos y el tercero... la investigación de un grupo aparecido recientemente de asesinos por encargo. Otra vez la sentencia que había leído en el pergamino de aquel chaval le vino a la memoria.
Empezó a ojear con más detenimiento el informe. El grupo se autodenominaba con un extremo mal gusto “Bolice asuad”, Policía negra. <<Lo que nos faltaba, más fanáticos que creen poder tomarse la justicia por su mano>>. Esta sociedad, recogía el documento, recibía encargos para asesinar a altos cargos de gobiernos provinciales por grandes sumas de oro y materiales de lujo. Según rezaba el informe, se transmitían los encargos en clave, de forma que si se interceptaba un papiro con el encargo no se podía saber quien sería la futura víctima. <<Por fin un caso que me sacará de la rutina>>.



Una breve caminata llevó Hacmoni hasta la zona de carga y descarga en la orilla del río. Una vez allí, no tardó en localizar el administrador del puerto fluvial. El hombre, de espeso bigote e igual melena recogida en una coleta le recibió amablemente.

-Soy el juez Hacmoni. Me trae hasta su cofradía un motivo personal referente a uno de sus barqueros.

-Si se refiere a Gibar debe saber que ya le he despedido, no pagar las comisiones en su plazo fue un error suyo pues es mucho músculo y poco cerebro, como su nombre ya me tenía que haber advertido, pero claro…

-No, por favor, dejemos ese tema para más adelante. Primeramente, me gustaría saber si conoce un hombre llamado On, hijo de un barquero que trabajó en algún momento en esta ciudad, igual trabajó para usted.

-On… Sí, tuve un empleado que se llamaba así. Anciano ya, dejó el trabajo por dolores en la espalda, supongo que ahora vive a costa de sus hijos, el viejo era de lo más aprovechado que uno se podía tirar a la cara. Supongo que no habrá muerto ya, ¿no?

-¿Perdón? – casi exclamó Hacmoni.

-En ocasiones sufría ataques, le salía espuma por la boca y una vez casi arranca un dedo de un mordisco a un joven pescador que intentó ayudarle. Todos pensábamos que los dioses estaban enfadados con él.

-Ah, de acuerdo. Por cierto, el tema de las demoras en el pago de los impuestos, ha dicho que…



Unas horas después, cuando el Sol empezaba a declinar y ya había dictado el informe sobre los retardos en el pago de impuestos, Hacmoni se dirigió a la dirección que le había indicado el encargado del puerto para encontrar al señor On. No llegó a golpear la puerta cuando esta se abrió silenciosamente. Se encontró de caras con un animal, o eso pareció hasta que para su horror se percató que era un rostro anciano, desgastado y con unas arrugas que debían llegar al mismo cráneo del pobre hombre, que además presentaba dos blanquísimos velos que le cubrían sus ojos por completo.

-No me mires así, ya se que aspecto tengo.- dijo ásperamente el anciano- Entra.

Hacmoni penetró en la pequeña casita del hombre. Esta estaba perfectamente ordenada y no mostraba señales de que viviese alguien más que ese hombre. Unos papiros reposaban en la mesa central de lo que parecía el comedor, el papiro superior rezaba: “Hitos de señor On, el abandonado”.

-¿Es usted el señor On? –preguntó el juez.

-Sí, soy yo. Pero es usted el invitado, es decir que se debería presentar, ¿no cree?

-Esto… -ese hombre tenía una seguridad en si mismo que hizo temblar ligeramente a Hacmoni.– mi nombre es Hacmoni, soy juez de esta ciudad. No era mi intención molestarle, pero si estoy aquí es por su bien.

-¿Por mi bien? No me haga reír, mis huesos ya no aguantan las sacudidas bruscas. Si usted está aquí es porqué le interesa algo de mí, ya sea ayudarme o matarme, así que diga que quiere y así podré ir a dormir temprano.

-Señor On, no me tome el pelo, por favor. Mis palabras son sinceras cuando afirmo que estoy aquí por su seguridad. Hace poco, he tropezado con un pergamino que reflejaba la necesidad de que el señor On, hijo del antiguo barquero de esta misma ciudad muriese, ¿sabe porqué alguien puede querer verle muerto?

Los pelos de Hacmoni se erizaron cuando el anciano empezó a reír, parecía más la risa de una hiena que la de un hombre.

-Señor Hacmoni, veo que no hace honor a su nombre. ¿De verdad no ve el mensaje que se esconde tras esa frase? ¿Me está diciendo, señor Hacmoni, juez de la ciudad de Tebas, capital de Egipto, que no es capaz de ver ahí donde mis ciegos ojos ven con tanta claridad?

Con creciente horror, Hacmoni advirtió que el orden imperante en la casa, la seguridad del hombre, la escritura de un manuscrito, que le abriese la puerta cuando solo podía haber visto su sombra en el umbral de esta eran hitos casi sobrehumanos. <<¿Quién es?>>. La risa del señor On hendió el aire una vez más, esta vez mucho más incisiva y aguda, prácticamente no respiraba.

-Señor, recuérdeme que significa su nombre. – dijo el anciano.

-Hacmoni significa Hombre Sabio.

La risa del anciano se hizo más aguda si eso fuera posible.

-Pues ahora mismo los dioses deben estar riendo a su costa, pues no es capaz de ver el nombre de uno de ellos en sus propias palabras y mire que es evidente.

-¿Como?

-Hacmoni, ¿sabe que significa mi nombre?

-No.

-Mi nombre es el nombre que los coptos le dan a Iunu, a lo que en el norte del gran mar le llaman heliópolis. ¿Aún no es capaz de verlo?- la risa del anciano se convirtió en un sonido histérico y estridente, parecía que ya no respirase.

-Si no se explica mejor yo no…

En ese momento al anciano le sobrevino un ataque, esta vez no sobrevivió.



La única luz que alumbraba la estancia era la de una vela aromática sobre una mesa redonda. Hacmoni, sentado frente a esta observaba un pergamino garabateado de su propia mano. En el centro del pergamino, de la frase que había leído hacia unas cuantas horas, salían incontables flechas hacia nuevas sentencias, cada cual más rebuscada que la anterior, pero sin ningún resultado satisfactorio, Hacmoni no se veía capaz de resolver el misterio que rodeaba la maldita frase. Decidió concentrarse una vez más y cerró los ojos, recordando las palabras del pobre On. Iunu, la heliópolis, un antiguo barquero de la ciudad, un asesinato, “Bolice asuad”,  Policía negra…

Hacmoni caía, siempre caía, ¿llevaba cayendo siempre? Sí, probablemente, pero ahora no podía ver la luz ahí arriba, había bajado demasiado, Ra ya no podía iluminarle desde su barca solar, demasiado lejos, Maat le había abandonado, ya nada le rescataría. Seguía cayendo, un pozo sin fondo, o no… el suelo vino a él.

<<Un sueño, solo ha sido un sueño>> Se dijo el juez, que se encontraba sentado frente a la mesa de su estudio. Una taza de vino dulce, aromatizado con dátiles durante meses, reposaba en la mesa junto con una hogaza de pan tierno de trigo. Su mujer se preocupaba demasiado por él. Apuró el desayuno que le pareció amargo, odiaba la frustración que uno siente cuando no es capaz de resolver algún problema.



La humedad de las cañadas era extrema a esas horas del mediodía. Hacmoni acababa de llegar y unas enormes gotas de sudor ya recorrían su frente.

-Así, caso resuelto. –dijo el juez observando el cadáver, o lo que quedaba de él, del hombre que habían reportado como desaparecido. Los cocodrilos sin duda habían dado cuenta de él.

Hacmoni se dirigió hacia la sombra de unas palmeras algo alejadas del río seguido de su comitiva judicial.

-Maldito calor, espero que este año el río crezca bien y podamos tener agua suficiente como para apagar nuestra sed. –dijo Akiiki, el escriba personal del juez.

-La verdad es que sí, este calor nos va a acabar matando, y si no es el calor van a ser los cocodrilos, así que realmente no hay de que preocuparse…-suspiró Hacmoni.

-Os veo triste, señor.

-No te preocupes por mi Akiiki, solo es que no he dormido en toda la noche.

-Ya debería estar acostumbrado, este trabajo requiere muchas horas de esfuerzo para resolver anagramas, leer documentos y actuar en consecuencia.

-Lo sé, lo sé, pero…

-Y sino, haga como yo hice al día siguiente al último desfile del faraón por el río, que fui al mercado a comprar ese té tan oscuro que venden… ¡Señor, no tenga tanta prisa, que aún no le he explicado donde encontrarlo! –dijo levantándose y siguiendo a la carrera al juez que había echado a correr súbitamente.



-Lo siento señor juez, pero no le puedo dejar pasar, solo los sumos sacerdotes y el mismísimo faraón pueden entrar a esta cámara.

-¿Y si le digo que la vida del faraón depende de ello?

-En ese caso acuda al señor director general de seguridad, el siguiente pasillo segunda entrada a la derecha, pida permiso antes de entrar, tiene… un genio bastante… encendido.

Hacmoni se dirigió a paso vivo hacia la dirección indicada. Un rato más tarde llamó a una puerta.

-Pase. –dijo una voz femenina des del interior.

-Hola, soy Hacmoni, juez de Tebas, estoy aquí porqué peligra la vida del faraón.

-Bien. Me puede llamar Batal Atalia, mi nombre real no puede ser conocido por la mayoría de Tebas, así que no me mire con esa expresión extrañada. – dijo la mujer, alta, morena y de muy buen ver- Dígame todo lo que sepa.



Una tenue luz se filtraba a través de la puerta de entrada del templo personal del faraón, en el recinto dedicado a Mut. La brisa nocturna le acarició la piel de los brazos, oscurecida con carbón. Su rostro, oscurecido idénticamente, observaba atentamente de entre los arbustos del patio. A su lado Atalia igualmente ataviada observaba atentamente la única entrada por la que alguien podría acceder al faraón, en ese momento rezando. Hacmoni llevo su mano a la daga que llevaba atada a la nalga derecha. Eso y unos trapos negros eran todas sus vestiduras.

-¿Crees que nosotros dos solos podremos parar a los atacantes? -susurró el juez a su compañera de emboscada.

-Ya te he dicho que para poder pasar los controles del templo deberá ser una sola persona y poco sospechosa, así que seguro que podremos.

-Y porqué no entramos a avisar al faraón…

-¡Maldita sea! -le espetó en voz baja- puede llegar en cualquier momento, no me hagas repetir las cosas mil veces. Imagínate que ve salir de la sala una persona pintada de negro, nadie en su sano juicio… ¡Silencio! Alguien se acerca… -dijo casi extrañada.

En aquel momento un sujeto entró en el patio. Era un anciano, vestido con una túnica blanca ceñida a su cintura por unos cordeles. Se dirigía directamente a la entrada que estaban custodiando. Hacmoni se dio cuenta de la tensión en el rostro de Atalia cuando esta se giró para comprobar que estaba preparado.

-¡Ahora!

Ambos se lanzaron sobre el anciano, reduciéndolo fácilmente. Cuando Atalia ya iba a degollarlo el juez detuvo su mano.

-Después, primero hemos de interrogarlo.

-Bien, déjalo aquí atado, yo misma iré a avisar al faraón, ve tú a la entrada y que entren los guardias a llevarse al asesino.

-De acuerdo.

Atalia se dirigió a la puerta, y Hacmoni dobló la esquina corriendo, debía avisar los guardias.

La fragancia a aceites dominaba la estancia cuando Atalia entró. El faraón rezaba con la cabeza pegada al suelo cuando un puñal se le apoyó en la garganta.

-¿Que haces Nefera? Deberías estar protegiéndome, no amenazándome.

-¿Como sabe mi nombre si nunca he hablado con usted, viejo? –dijo Atalia, totalmente desconcertada.

-No menosprecies el poder de la mente. A veces hace falta algo más que un buen plan para triunfar.

-¿Y serás tu el que me lo impida, anciano engreído?

-No, seré yo. Nefera, quedas arrestada bajo mi poder como juez de Tebas por intento de asesinato del faraón, fundadora de una organización de asesinos y como corruptora del régimen. –dijo desde el umbral.



-Quiero saber bajo que pruebas se me acusa. –la voz retumbó en la sala del juzgado. Los presentes guardaban un silencio sepulcral.

-La acusada tiene derecho a conocerlos, y yo mismo los expondré: Hace dos días me encontraba yo andando por el mercado cuando por una de esas casualidades de la vida, o por la divina gracia de Maat, me encontré con un papiro con la siguiente inscripción:

“El señor On, hijo del antiguo barquero de esta misma ciudad, debe morir, salve Supettien, salve Bolice asuad”


Evidentemente me chocó la frase y más la forma en que el papel me fue arrebatado. Ese mismo día hablé con el señor On, un hombre ciego pero con una inteligencia extraordinaria. Me explicó… me explico antes de morir que su nombre era el nombre copto de Iunu. A él le debo la resolución de la primera parte del caso. Ese mismo día el hombre murió, muerte natural. Pasé la noche trabajando hasta que me quedé dormido, fue entonces cuando debía haber resuelto parte del enigma, pero no me dí cuenta hasta más tarde. Ayer encontramos a un carpintero desaparecido en el margen del río, los cocodrilos lo habían destrozado, su cuerpo era en desastre, yo había dormido poco, y he de admitir que me afectó un poco. Fue entonces cuando Akiiki, mi escriba, resolvió el caso. -Los murmullos empezaron a recorrer la sala al tiempo que el escriba levantaba la cabeza de su trabajo.- Primero, resolvió la primera parte del caso, o mejor dicho, de la frase:

“El señor On, hijo del antiguo barquero de esta misma ciudad, debe morir.”

Maldita sea, ¡había estado ciego! Estaban hablando de nuestro faraón. No en vano lleva el título de ”Engendrado por Ra, Señor de Iunu”. ¿Como no había caído en que Ra es el patrón de nuestra ciudad desde hace ya tiempo, y que además es el barquero de la barca solar que nos ilumina día a día? Y después me recordó los anagramas. Tanto tiempo sin casos de este tipo se me habían olvidado, ahí resolví la segunda parte de la frase:

“Salve Supettien, salve Bolice asuad”
Pensé que Supettien debia ser  un dios copto, como On era un nombre de estos mismos. Seputtien. Supettien es un anagrama de: En Ipet Sut. Sí señores, Ipet Sut, o como también le llaman: El Tempo de Karnak. Solo me faltaba avisar a las autoridades, así que acudí a avisar al faraón, cosa que no fue posible, me dirigí a avisar al director general de seguridad, el señor Nemenat, que hoy no ha podido venir. Fue entonces cuando vi en su mesa un documento firmado con dos iniciales: B.A. Cuando le pregunté por el editor me dijo que era la que ellos llamaban Víbora Negra por sus actividades ocultas, Batal Atalia. No la podían echar porqué nunca habían encontrado pruebas, todo el mundo sabia que ocultaba secretos, pero que la soberbia y el orgullo de dicha mujer eran tan fuertes que nadie se atrevía a preguntar por las posibles represalias, además de que ella no hubiese dicho la verdad. Así fue como me di cuenta del porqué del nombre de Bolice Asuad, sí, las iniciales cuadraban. Las ansias de poder de la mujer la habían llevado a delatarse. Bolice Asuad, Batal Atalia. Solo avisarla de nuestras intenciones de capturar al asesino se puso a nuestra disposición para vigilar en solitario al faraón. Cuando me pusieron junto a ella objetó incluso que no estaba bien maquillado para quedarse sola. Finalmente confirmó mis sospechas con su cara de interrogante al ver alguien que iba a matar al faraón y que no era ella misma, incluso iba a matar el sospechoso saltándose el protocolo. Después solo tuve que esperar que empezase a actuar para capturarla. Debo admitir que usar un sustituto del faraón fue algo arriesgado, pero ella nunca lo había visto en persona y finalmente el engaño fue posible. Así, la acusada de verdadero nombre Nefera queda acusada de intento de asesinato, creación de un grupo de asesinos y como corruptora del régimen.

-¿Corruptora del régimen? –preguntó un juez auxiliar.

-La señorita aquí presente colocaba secuaces en empresas importantes para retrasar pagos de impuestos y así retrasar el repartimiento de grano en los templos, con la consiguiente crisis de comida anual que iba diezmando la moral del país. Esto está confirmado gracias al administrador del puerto fluvial, que me advirtió de estar irregularidades además de aportarme información sobre el señor On.

-Muy bien, nada más a objetar.

-Por mi parte tampoco. –dijo el otro juez auxiliar.

-Así pues, se deja visto para sentencia. Caso resuelto.

Relato corto: Guerra en Gb (Sol bemol)

En este caso dejo otro relato corto escrito para El CRAC del foro de Cientoseis (www.cientoseis.es).  Aún no conseguir una muy beuna posición este es uno de los relatos que más me ha gustado escribir y que más me gusta releer.
 
 
 
Guerra en Gb

El viento me azotaba, impasible, arpegiando eternamente su monótona melodía. Me aparté ligeramente el pelo oscuro que ya me llegaba un poco por debajo de los ojos y, desde la escarpada cumbre, observé mi cuna, mi hogar. Cuatro casuchas dispersas formaban su núcleo, rodeado, casi como por azar, de pequeñas granjas y extensísimos campos de trigo dorado. A través de los kilómetros que aún nos separaban me pareció sentir el aroma del pan recién horneado. Levanté la mirada hacia el horizonte, hacia el lejano océano, mientras mi pesada capa, ondulante bajo el ímpetu del clima, se pegaba a mi cuerpo. Una lágrima fría se escoló por la comisura de mis párpados, congelados y mancos de humedad. Debía llegar al valle antes de que cayese la noche en esos parajes grises y mortales mas ni siquiera mis pasos eran seguros. Ya hacía tres largos años que mis últimas huellas habían escapado, en polvo, de los duros caminos que ahora reseguiría. Demasiado tiempo para poder dar explicaciones, demasiado poco para poder olvidar. Quizás el único bastión de la duda con que mi propia arrogancia lidiaría. Y así, huyendo de la clásica sonata que me abrigaba, rehice mi pasado al ritmo que sendas y prados iban quedando atrás.

Sorprendentemente un etéreo cristal de hielo me facilitó enormemente esta última tarea. La realidad, pétrea, pasaba tras la alabastrina ventana escarchada de la indiferencia tal y como las nubes surcan los cielos más allá de nuestros dedos. No me estremecieron los verdes manzanares. Los arbustos espinosos que me acompañaron hasta los foráneos estandartes que presidían la muralla con que me encontré súbitamente ya no me eran familiares. Incluso a mi propia casa había llegado ese tumor llamado Gobierno y, con ello, me había liberado de mi única carga.

Mientras me acercaba al arco que permitía la entrada al reducido pueblecito reseguí las toscas líneas del muro que lo separaba del exterior: Tres peligrosos metros de pedruscos mal colocados que amenazaban en ponerse a bailar en cualquier momento.

-Nombre, motivo de la visita y procedencia. – me sobresaltó una voz desde la sombra del penoso acceso. Me miró de forma monótona, harto ya de preguntar lo mismo una y otra vez.

-Mi nombre es Ulbrecht Kälte Ar-Ightthar. Vengo desde las montañas para descansar antes de continuar mi viaje hacia el océano.

- ¿Ar-Ightthar? Mejor no mencione que esa sangre corre por sus venas. La señora Ar-Ightthar está perturbada, ya su padre lo estaba; y le aseguro que no tiene ganada la simpatía de nadie de por aquí.

-Gracias por el consejo. – Contesté escuetamente antes de seguir mi periplo.

Todo era tal y como lo recordaba, exceptuando, evidentemente, las banderolas carmesíes y doradas que bordaban un tapiz cuyo único objetivo era exclamar: ¡No lo olvidéis, el Gobierno, y con él todos los ejércitos del continente, vive entre y con vosotros! Al poco llegué a lo que se podía considerar la plaza principal, el punto de reunión de quienes buscasen algo de compañía durante las soleadas tardes de verano. La crucé sin siquiera intentar identificar algún rostro conocido, sin mirar atrás. Giré dos veces a la izquierda y una a la derecha. Era una calleja estrecha, pobre y mugrienta. Golpeé suavemente una puerta carcomida por la humedad y los años que se abrió rápidamente.

-Será mañana a primera hora. No habrá supervivientes.- espeté directamente al grueso hombre que me había recibido.

-Sin supervivientes. Nada más taxativo. Pero, ¿por qué aquí? – inquirió levantando imperceptiblemente una de sus cejas e invitándome a entrar.

-Porqué así se ha decidido. Primero aquí, más tarde será su corazón el que arderá en sus propias bocas. Esto es sólo el comienzo, y éste debe ser sobrio y perfecto. –terminé sentándome pesadamente sobre una pequeña butaca al tiempo que el chorro de luz exterior quedaba súbitamente atenuado.

-¿Y que hay de ti? ¿Por qué no has intentado cambiar esto?

-¿Debe un violinista cambiar una nota de su partitura? No somos quién para dirigir. Somos meros soldados que mañana pueden estar muertos. Nunca, por uno de nosotros, se adaptará una contienda, un concierto. – contesté mirándole fijamente a los ojos. Desde una sala contigua empezaron a sonar voces que, regularmente, repetían una tonada demasiado conocida por mis oídos: Re be-mol, Mi be-mol, Faaa, Re be-mol, Mi be-mol…

-Tu prima y su profesora de canto. – Explicó al percibir mi exaltación- No me preguntes para que quiere saber cantar pero en estos tiempos es bueno verla sonreír de vez en cuando. – terminó mientras su mirada se perdía más allá de las paredes de la habitación.

Aparté la mía, evitando compartir ninguna señal de empatía con él. Mis tres duros años de entrenamientos en las montañas me habían llevado a una llana indiferencia respecto a los sentimientos, ya fuesen o no de los demás. Me levanté lentamente, impulsado por un resorte extrañamente difícil de detener.

-Ya lo sabes, tío. Si tú y tu familia queréis sobrevivir, mañana al salir el Sol tenéis que haber abandonado este valle. Llevaos todo lo que no queráis que se convierta en ardiente ceniza. –dije saliendo de su oscuro nido. Re bemol, Mi bemol, Fa… Sólo faltaba un paso para que la revolución empezase.

Seguí por la callejuela hasta llegar a la improvisada e inestable pared. No dejaba de ser asombroso que los simples rumores de una guerra llevasen a la población de un pequeño valle a intentar construir su propia plaza segura. El muro, que circundaba la veintena de casas en las que se centraba la ligera actividad cambista, me guió hasta la zona de comercio de grano. Allí, desde las sombras, observé el ajetreo que la compraventa mientras les buscaba. El ligero olor a heno húmedo y a tormenta me llevó a ojear el cielo que rápidamente había adquirido tonos violetas. Paso a paso, en trance, me orienté por las desordenadas tiendas. Avena fresca, forraje vigoroso y mullido y harina blanquinegra a falta de mejores mallas para ennoblecerla. Anduve poco, repentinamente cansado. En ese momento yo era el solista de mi propia vida y, o encontraba mi estilo, o abandonaba mis aspiraciones.

Prácticamente tropecé con una mujer que me agarró la mano. Me detuve y encontré una febril mirada de reconocimiento en sus ojos, oscuros y brillantes. Balbuceé palabras inconexas mas a los pocos segundos me soltó para seguir con su trepidante andar. La gente, a su paso, se apartaba de una pobre señora que probablemente ya no recordaba su nombre. Ni el suyo ni el mío. Mi madre, como todo el mundo, había envejecido, o enloquecido quizás. ¡Pero solo habían sido tres años! Algo extraño había sucedido, algo que había llevado a mi apacible y tranquila matrona a ese penoso estado de degradación.

Una fresca gota se escoló por entre mi camisa para reanimarme. La multitud se disgregaba al compás de una lluvia que amenazaba con descargar toda su furia en pocas horas, como correspondía a esa época del año. A paso sincopado me precipité por varios callejones y algún que otro huerto para intentar alcanzar la posada, pero el chaparrón que descargaba era tal que una vez bajo un oscuro porche no pude seguir avanzando. Mosqueado al ver que en breve no estaría mejor que un pollito rollizo en lo alto de un árbol me senté sobre un nudoso tronco a dar tiempo al tiempo. En mi rostro se dibujó una sonrisa, me encantaban las ironías, los dobles sentidos; y más aún si llegaban por azar.

Cuando mi espalda ya empezaba a estar fustigada por la callosa madera sobre la que reposaba, el muro de agua que me privaba del tránsito por las calles se fue dispersando rápidamente. Me asomé esperando ver unas nubes ya descargadas y apacibles pero sobre mi cabeza me seguían vigilando unos enormes nubarrones que parecían salidos de la misma noche de los tiempos. Avancé ágilmente hacia la posada y, extrañamente, la encontré cerrada. Un cartelito rojo rezaba, en letras doradas: Cerrado por orden del vigente alcalde. ¡Por orden! Válganme los sagrados, ¿ahora el alcalde tenía poder sobre las gentes? Tiempo ha, cuando yo abandoné mi hogar, el que era elegido como soberano del pueblo sólo tenía jurisdicción sobre los aranceles y los horarios del agua de riego.

Me llevé una mano a mi barbilla, acariciándola lentamente. Pensé. Recorrí mentalmente cada rincón del pueblo. Había dos, quizás tres sitios que podrían servir. Aunque probablemente hubiesen escogido el de siempre. Me encaminé decididamente hacia la plaza principal. Una vez allí me senté en un banco, delante de una casa blanquecina. Silbé, cuatro notas, una tras otra. Repetí el proceso tres veces y esperé. Esperé a ver aparecer por la ventana el rostro sonriente de mis antiguos compañeros. Los que me habían animado a alistarme al ejército de resistencia, con los que había aprendido, gracias a los libros de mi tío, a leer y a escribir cual si fuésemos sacerdotes. Con los que había salido a cazar, con los que había reído horas y horas. Nada de esto pasó, pero no me extrañé. Era lo más normal del mundo, repetí más fuerte, más agudo, una octava y luego, con esfuerzo, una segunda más aguda aún. Silencio, roto fugazmente por las rachas de aire que empezaban a morder mis ropas de nuevo. Quizás ya no prestaban atención a la señal, quizás veían como un imposible siquiera la casualidad de que yo volviese algún día. Me levanté y me acerqué a la puerta. La golpeé, y esta cedió abriéndose lentamente. Mi corazón fue helándose al tiempo que la luz inundaba la demacrada estancia, sillas y mesas astilladas, hojas amarillentas esparcidas sin ningún orden y unas manchas oscuras decoraban un suelo en el que se había ido acumulando polvo.

No sabría decir cuanto tiempo me quedé ahí, quieto, solo, frío. Mi mirada se extravió entre los recovecos del recuerdo. Lentamente, un sentimiento de culpa fue extendiéndose por mi corazón, arañando profundamente todas las fibras de mi ser. El dolor me embriagó, emborrachó mi alma, y agaché mi cabeza, pidiendo perdón por unos crímenes que no había cometido. Pedí perdón por haberles fallado, pedí perdón por no haber vuelto antes y contarles que la revolución estaba ya próxima, pedí perdón por no habérmelos llevado conmigo, pedí perdón por no estar con ellos todo ese tiempo. Pedí perdón, y di media vuelta. Levanté mi mirada el cielo y éste me respondió con gotas de lluvia.

El tiempo pareció ralentizarse; mis pasos, pesados, me llevaron directamente hasta la salida de ese tormento en que se había convertido mi efímero regreso a casa.

-Señor, en nada va a descargar una buena, no debería salir con este tiempo.- Me sorprendió nuevamente el vigilante de la entrada. Le lancé una mirada iracunda como toda respuesta. – Quizás haya encontrado la antigua posada cerrada pero no se preocupe, el señor Thanais Kälte, muy amigo del nuevo alcalde del Gobierno ha abierto la suya propia, el maldito se está aprovechando como nadie del nuevo gobierno, y mire que bien le va.

Abrí la boca para responderle pero no pude. Nada me ataba ya, entonces, a ese pueblo. Mi familia ardería junto a los demás recuerdos. Y mi mentor, mi verdadero guía, mi tío, ya estaba sobre aviso. Seguí andando. La lluvia cada vez era más intensa. Oí, como debajo del agua, una voz que gritaba a mis espaldas.

El repiqueteo de las gotas fue aumentando de intensidad gradualmente. Mientras asimilaba todo lo que había descubierto, bajo el refresco del agua empapando todas mis ropas, una súbita rabia se apoderó de mí. Una descarga recorrió lentamente todo mi espinazo, erizándome el vello. Más motivado que nunca, recordé mi misión, mi objetivo, mi camino. El Gobierno me había robado todo lo que me quedaba, todo excepto mi sed de lucha y venganza. Y eso me haría más fuerte. Miré al frente, el mundo explotó no muy lejos al tiempo que todo se volvía un destello. En mi rostro se dibujó una sonrisa, una sonrisa de lobo. Cerré los ojos y los abrí lentamente. Seguí andando una vez más. El universo se hacía pedazos de luz a mi alrededor y el peso del cielo se descargaba sobre mis hombros. Una carcajada brotó de mis profundidades, mis dientes brillaban bajo la centelleante furia del temporal. Mi capa, ondulante, parecía que fuese a arrancar a volar libremente en cualquier momento, tal era la fuerza del viento que me azotaba. Mis brazos colgaban firmes, mis pasos ahora eran regulares y lentos, no tenía prisa ya. El momento cumbre de la obra que sería mi vida estaba próximo, todo se armonizaba. El público ya debía estar inquieto, esperándolo. El destino estaba próximo. Estaba lejos del campamento pero no importaba. Era un solitario, un romántico de mi propia naturaleza, un virtuoso de mi propia identidad. Y cuando el mundo se hundía bajo el fuego de la naturaleza, cuando la vida parecía querer esconderse, yo sonreía.

Re bemol, Mi bemol, Fa, Sol bemol… mañana empezaba la segunda parte de mi propio concierto, mañana empezaba la guerra por la libertad.

Relato corto: Penumbra

 Dejo un relato corto que escribí para el concurso El CIRCO del foro de Ogame (http://board.ogame.com.es) y con el que conseguí mi único "buen" resultado en él quedando en tercera posición.
 
 
Penumbra


El tenue eco de unos pasos se filtró por los diferentes niveles de su conciencia. Era hora de volver: Sus ojos, aún turbios, mostraron esos iris tan azules, tan profundos y vastos; esos de los que se decía que podían llegar a enloquecer al hombre más cuerdo. Eran decenas, centenares, quizás miles los años que habían contemplado desde las sombras de las bambalinas y ahora alguien se acercaba a su refugio, a su morada: Siempre el mismo guión.


El Sol relucía especialmente cuando el grupo de extraños golpeó con fuerza las pesadas puertas del sagrado Tukut’sha: Pasaron más de dos amaneceres antes que obtuvieran respuesta, el protocolo era invariable. Las ya milenarias bisagras de la sagrada entrada se abrieron de par en par sin el menor ruido durante el sueño de los príncipes que reposaban en sus habitáculos de tela y oro. El astro rey despertaba cuando el primero de ellos despertó y fue llevado silenciosamente a su celda dentro del edificio. Así, uno tras otro fueron penetrando, como en trance, al inalcanzable templo.

Minutos más tarde, aunque algunos jurarían que habían pasado horas en sus aposentos, cuando nadie aún se había acostumbrado a la sensación atemporal que emanaba de ese lugar, los monjes residentes llevaron a los recién llegados hasta la Sala Azul. Esta era una inmensa habitación de forma oval decorada de forma magistral con lapislázuli y trazas de oro, formando motivos abstractos y, a simple vista, caóticos. En el centro de la Sala una imponente silla con rebuscadísimas filigranas presidía un consejo de otras más mundanas que, formando prácticamente un arco de ballesta, esperaban sus reales huéspedes. Estos fueron llegando uno tras otro mas con asaz prontitud y uno a uno, a su vez, fueron ocupando sus inanimadas monturas. Y cuando todos se acomodaron, él entró: Debía medir más de dos metros y su oscurísima piel revelaba su cálida procedencia. Ataviado con blancos ropajes, y tan cuidadosamente como si de las alas de la más maravillosa mariposa se tratasen; lentamente y casi de forma reverente colocó un cojín en la silla central y se retiró rápidamente.

Tras la eternidad que duró el estupor de los asistentes finalmente alguien llegó para ocupar el único asiento vacío. También ataviado con una blanca camisa, pues no se asemejaba en nada a una sotana, y unos pantalones de fino lino que llegaban hasta sus tobillos transitó ligeramente hasta su poltrona. Su rostro era la pura esencia de la paz interior, y sus ojos… los asistentes nunca olvidarían esos ojos que parecían despertar hasta la más pudorosa de sus aún verdes Rosas y Violetas, sus genios adormecidos. Todos los presentes conocían su nombre, o su apodo, pues siempre se había hecho llamar así, pero a nadie se le ocurrió citarlo cuando cerró sus ojos y echó a dormir tranquilamente ante todos ellos. No fue hasta hora y media más tarde que El Intérprete despertó, si es que se podía contabilizar el tiempo cuando él no estaba consciente.

Lo primero que hizo tras descansar fue, para total asombro de los presentes, desperezarse. No es que nadie creyese que no tuviese derecho, pero eran tantos los mitos que circulaban sobre su persona que el simple hecho de seguir rituales cuotidianos era como aceptar como reales los sueños del enamorado que no es correspondido. Después, con calma, observó a los que debían ser sus oyentes: Ante él, todos con el rostro serio aunque claramente nerviosos, se encontraban los 12 príncipes de los reinos de Thaxia, el gran continente. << Vuestros padres ya empiezan a envejecer, todos debéis estar ansiosos por el poder, ¿me equivoco? >> Fueron sus primeras palabras. Siguió con << Quizás penséis que si estoy aquí es para enseñaros como debe ser un buen gobernante, pero realmente… aquí os enfrentáis a un reto: Debéis demostrarme que sois capaces de gobernar por encima de todos los demás. Durante los próximos tres días y tres noches se os evaluará continuamente. Ahora mismo se ha depositado sobre la cama de cada uno de vosotros una bolsa de cuero. Dentro de esta encontrareis un broche de oro con vuestro nombre y reino, un pergamino con utensilios para escribir y una llave personal e intransferible. Vosotros mismos descubriréis qué hacer con ellas, ahora id y que la batalla por el poder del rey supremo de Thaxia comience. Espero que ninguno de vosotros se resigne a que su reino sea, para las próximas generaciones, un subordinado a un gobernante o que el heredero del actual rey absoluto desee mantener ese estatus. >> Una vez hubo hablado se levantó y sin siquiera mirar a los chicos a modo de despedida abandonó la sala.

Cuando salieron de la habitación, instantes después, fue en grupo. Solo un par hicieron algún comentario. En el momento de separarse se percataron, si no todos la mayoría, que aunque las habitaciones no eran contiguas sino repartidas por todo el recinto estaban situados por proximidad de sus respectivos reinos.

Al llegar a sus celdas, todos y cada uno de ellos se encontró con el ya mencionado saquito de cuero. Revisaron a fondo la llave, se colocaron en el pecho con orgullo su broche… y también todos se sorprendieron al encontrar que el pergamino tenía ya un escrito: Un escrito de sus padres donde les hacían una recomendación, probablemente la que en el momento de redactarla les había parecido más importante. A unos se les instaba a conseguir el favor de los príncipes más próximos a ellos, sus llaves, curiosamente, eran todas doradas. A otros, en cambio, les animaban a seguir una conducta ejemplar, casualmente las llaves de todos ellos eran de color rojo. A tres de ellos se les recomendaba seguir el más líder de entre ellos y más tarde robarle ese rol, todos con sus respectivas llaves celestes. Y solo a uno se le explicaba como salir de su habitación cuando les encerraran para dormir. Una llave negra reposaba en su mano. Este último quedo extrañado ante este consejo pero no había nada más escrito en su pergamino, su padre no se lo iba a dejar fácil.


En el interior del templo era extremadamente difícil distinguir el día de la noche por el hecho que sus habitaciones no tenían ventanas al exterior, de hecho todas las estancias de Tukut’sha menos una eran internas y por lo tanto se alumbraban con velas aromáticas y lámparas de aceite. Solo había una sala que diese al aire libre, una sala cerrada por dos sólidas y macizas puertas que estaban todo el día completamente cerradas.

Así fue que, entre vela y vela, dos de los príncipes se encontraron deambulando por los pasillos. Ambos estaban buscando alguna puerta o armario en los que encajar su llave mas tras unas cuantas vueltas no habían encontrado ninguna que les permitiese su entrada. De hecho, no habían encontrado ninguna otra alma. << Buenas… Reight >> Leyó uno en el broche en forma de león del otro. << Mis saludos, príncipe Denisar >>. Más tarde en la habitación de Denisar descubrirían que sus llaves eran idénticas. A su vez, Alteight y Seleven, compañeros de juegos en las reales estancias de sus padres, íntimos amigos, observaban asombrados el interior del armario que abrían sus llaves celestes. Habían encontrado, quizás demasiado pronto, las verdaderas herramientas para conseguir el poder.

Ese mismo día, cuando les llevaron al comedor para cenar, ya no se sentaron por azar. El Intérprete, complacido, corroboró que como siempre el chico de la llave negra era el único que no hablaba con nadie, su nombre era Theros, hijo del actual rey absoluto. Sin ensayos, sin previos acuerdos, los improvisados actores representaban su papel a la perfección. Aún quedaban casi dos días de interesantísimas escenas.

La noche les sorprendió a casi todos en habitaciones ajenas. Cuando les llevaron a sus aposentos ya había algunos que renunciaban a su liderato en favor de sus recientes compañeros. Quizás se pueda pensar que soportar un día sin ver la luz del Sol puede llegar a ser sofocante, pero los príncipes constataron que es muchísimo peor intentar dormir en la oscuridad total, donde ni siquiera eran capaces de ver sus propios sueños. La noche dentro de Tukut’sha era como el mismísimo templo, eterna: Ni un soplo de aire que arrastrase el increíble olor a cera que habían dejado las velas. La temperatura demasiado fría para poder dormir. Y cuando el cálido manto de sus sueños les empezaba a cubrir, cuando la luna debía alcanzar su cénit, un increíble chirrido recorrió los cimientos del sagrado edificio, erizando el vello de todos ellos. Ese día nadie podría dormir.

Tres golpes en sus respectivas puertas les avisaron que llegaba un nuevo día. Poco a poco, como muertos en vida, nueve de ellos llegaron al comedor. << ¿Los tres que faltan? Han decidido volver a casa: Así son las noches aquí, acostumbraros. >> Fue la única respuesta que obtuvieron de uno de los encargados de recoger sus platos y traerles sus especiados guisos.

Cuando acabaron de desayunar las puertas del comedor quedaron nuevamente selladas. Otra vez volvían a tener acceso solamente a sus habitaciones, a la Sala Azul, a todos los pasillos del recinto y como novedad a la Biblioteca, donde podían pasar el rato leyendo la historia de sus propios reinos. Además, sobre sus camas tenían un nuevo pergamino, y en este, un nuevo consejo. Esta vez no era de sus padres: Era del primer usuario de su llave. Theros no tuvo pergamino. << Tampoco lo necesito >> masculló cuando Alain, que tenía una llave roja, le preguntó si conocía el motivo por el que no se lo habían entregado.

El día se presentaba largo. Otra vez los pasillos quedaron completamente vacíos: Las velas, todas nuevas, durarían hasta la hora de comer. Cuando hubieron leído todos sus respectivos pergaminos Gand, el tercer chico con una llave celeste, observaba atónito el interior de un armario vacío. Apretaba con fuerza su broche en forma de águila dentro de su puño.

En ese momento y casi en las antípodas de Gand dentro del templo una llave roja habría una pequeña puertezuela que llevaba desde un pasillo hacia una habitación un tanto curiosa. Estaba decorada con diferentes cuadros donde se mostraban escenas de lo más sangrientas de las grandes batallas entre reinos y con montones de calaveras. En la única de las cuatro paredes que no lucía esta macabra decoración unos pocos versos rezaban:


Quizás piense que la muerte te es ajena,
que en la corte suprema el rey vive feliz.
Mas quien no vea a través de las nubes
morirá con el dolor de no saber que hacer.

Todos entendieron el mensaje que daba a entender tan simple expresión, parecía que pudiese ver que su determinación era frágil como la llama de las velas que iluminaban su camino. Eran tres al entrar, el siguiente día a la hora de desayunar ninguno de ellos se presentaría a buscar su ración.

Evidentemente, las llaves doradas hicieron su función. Como aparecidos de la nada todo tipo de lujos fueron pasando de mano en mano hasta llegar a las dos mismas personas: Alteight y Seleven acumulaban sus primeros tributos debajo de sus lechos. Los demás les temían, Gand no entendía porqué.

La carne con pimienta se sirvió con puntualidad en el acogedor y pobremente iluminado comedor. Theros no comió solo esta vez: El tercer celeste, descolocado, comió con él. A su vez sus compañeros de llave disfrutaron de una comida con la corte que ya se había formado. Eso sí, silenciosa como una tumba. Fue una comida agridulce, salsas espesas y poca bebida. Hecha prácticamente para acabar de hundir los ánimos de los futuros gobernantes. << Que se acostumbren a esa sensación >> dijo más que pensó El Intérprete antes de levantar su vista de su mesa. << Recordad >> advirtió, << que solo uno de vosotros será rey absoluto. Solo uno. >> Y salió el primero, como siempre.

Ya en la biblioteca Gand se dirigió a Theros: << Reight y Denisar llevan todo el día sacando promesas a esos dos… traidores a cambio de las joyas que sacan de aún no se donde >>. << El poder es fácil de comprar si tienes con qué pagar >> contestó escuetamente el otro. << Aunque quizás deberías reclamar lo que es tuyo >>

Las camarillas se fueron sucediendo durante todo el día hasta la hora de cenar. Incluso hubo las primeras discusiones entre seguidores de Alteight y Seleven. Ninguna acabó en más que palabras cruzadas y un vaso derramado sobre un plato de espeso y caliente guiso de carne y arroz. La tensión se empezaba a hacer presente y El Intérprete sonrió.

Reight y Denisar se encontraban en la cámara del tesoro que habían abierto sus llaves doradas cuando las campanas empezaron a retumbar. Al salir al pasillo vieron a alguien corriendo a la carrera que se perdía por el entramado de habitaciones que formaban el templo. Decidieron seguirlo y se encontraron con una escena bastante macabra. En un charco de sangre, con los ojos perdidos en el techo se encontraba un chico. Una llave azul celeste reposaba sobre su camisa, hecha jirones. Su broche en forma de águila se encontraba tirado en el suelo, empapado de líquido carmesí.

Esa noche fue más pesada que la anterior. Un tenue olor a sangre se había filtrado por sus habitaciones y sus estómagos se esforzaban para digerir las pesadas comidas. Empezaban a tener sed. Esa noche, otra vez, dos chirridos recorrieron el templo: Siempre, siempre la misma historia.


Fue un desayuno pesadísimo: Leche cremosa con mucho azucar y unas pastas que rebosaban de mantequilla grasienta. De los 12 príncipes que habían iniciado esa suerte de carrera solo quedaban 5. Alteight seguido por Denisar a todas horas, Seleven al que Reight no pensaba dejar escapar y Theros, que comió poco y se fue pronto. Este último desayunó solo. Nadie habló durante la comida.

Denisar sonrió para sus adentros cuando Reight se presentó alarmado a su habitación: Había perdido su llave y estaba perdiendo el favor de Seleven. << El mundo es así >>.

Más tarde Seleven y Alteight discutirían. Ambos querían acceder a la corona. Seleven era bastante mejor estratega que su compañero mas las finanzas no eran su fuerte. Además el apoyo que recibían era descompensado pues Seleven no tenia quien le siguiese: Al ver que no le proporcionaba nada había roto su relación con Reight.

El día pasó sin más hasta que un grito alertó a todos: Venia de la biblioteca. Seleven y Altreigt habían decidido batirse en duelo con unas armas que nadie supo de donde habían salido. Fue un combate rápido y fácil. Alteight no había sido criado como guerrero y sucumbió tras pocas estucadas. Decidió abandonar el templo en ese momento, seguido por Reight y Denisar.

Fue una tarde lenta hasta que llegó la cena. Solo eran dos. El Intérprete se levantó. << El rey absoluto será uno de entre vosotros. Pocas veces abandonan tantos así que la elección será fácil. Espero al futuro rey aquí mañana para desayunar y hablar de sus funciones. Hasta mañana. >>

Esa noche el chirrido del metal contra el metal se repitió como ya era costumbre, mas esta vez y pocos minutos después como en un canon los cimientos volvieron a regruñir. El sonido de una risa histérica recorrió todos y cada uno de los pasillos de Tukut’sha.


El almuerzo era un auténtico banquete: Mariscos sublimemente combinados con arroz y salsas de infinita variedad. << No se como se lo hacen pero vienen ganando esta competición desde ya hace 500 años sin excepción >> dijo El Intérprete al nuevo soberano. << Incluso los más poderoso necesitan ver las estrellas >> contestó este con una sonrisa en su rostro. << Su estrategia ha sido digna de las mejores serpientes de la corte >>. << Gracias >>. El rey absoluto puso la aguja de su broche en el vaso de El Intérprete, dejándolo en equilibrio. << Supongo que ya no necesitaré esto para que nadie me identifique >>. << En efecto mi señor >>.


Horas más tarde el nuevo rey tiraría su llave de azabache pendiente abajo mientras volvía a casa a través de las increíblemente empinadas costas de las montañas que bordeaban el Gran Océano. Silbó y un búho vino volando y se le posó en el brazo, llevaba un portanotas en una de sus patas. El nuevo soberano recordó como gruñían las puertas de la sala que daba al exterior del templo cuando salía a refrescarse por la noche. Entonces las campanas del templo se agitaron como presas de una súbita locura y sonaron durante horas y horas. El Intérprete acababa de morir envenenado tras apurar su copa. Una nueva era de tiranía absoluta se cernía sobre Thaxia.

El nuevo rey absoluto sonrió un poco más.
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