En este caso dejo otro relato corto escrito para El CRAC del foro de Cientoseis (www.cientoseis.es). Aún no conseguir una muy beuna posición este es uno de los relatos que más me ha gustado escribir y que más me gusta releer.
Guerra en Gb
El viento me azotaba, impasible, arpegiando eternamente su monótona melodía. Me aparté ligeramente el pelo oscuro que ya me llegaba un poco por debajo de los ojos y, desde la escarpada cumbre, observé mi cuna, mi hogar. Cuatro casuchas dispersas formaban su núcleo, rodeado, casi como por azar, de pequeñas granjas y extensísimos campos de trigo dorado. A través de los kilómetros que aún nos separaban me pareció sentir el aroma del pan recién horneado. Levanté la mirada hacia el horizonte, hacia el lejano océano, mientras mi pesada capa, ondulante bajo el ímpetu del clima, se pegaba a mi cuerpo. Una lágrima fría se escoló por la comisura de mis párpados, congelados y mancos de humedad. Debía llegar al valle antes de que cayese la noche en esos parajes grises y mortales mas ni siquiera mis pasos eran seguros. Ya hacía tres largos años que mis últimas huellas habían escapado, en polvo, de los duros caminos que ahora reseguiría. Demasiado tiempo para poder dar explicaciones, demasiado poco para poder olvidar. Quizás el único bastión de la duda con que mi propia arrogancia lidiaría. Y así, huyendo de la clásica sonata que me abrigaba, rehice mi pasado al ritmo que sendas y prados iban quedando atrás.
Sorprendentemente un etéreo cristal de hielo me facilitó enormemente esta última tarea. La realidad, pétrea, pasaba tras la alabastrina ventana escarchada de la indiferencia tal y como las nubes surcan los cielos más allá de nuestros dedos. No me estremecieron los verdes manzanares. Los arbustos espinosos que me acompañaron hasta los foráneos estandartes que presidían la muralla con que me encontré súbitamente ya no me eran familiares. Incluso a mi propia casa había llegado ese tumor llamado Gobierno y, con ello, me había liberado de mi única carga.
Mientras me acercaba al arco que permitía la entrada al reducido pueblecito reseguí las toscas líneas del muro que lo separaba del exterior: Tres peligrosos metros de pedruscos mal colocados que amenazaban en ponerse a bailar en cualquier momento.
-Nombre, motivo de la visita y procedencia. – me sobresaltó una voz desde la sombra del penoso acceso. Me miró de forma monótona, harto ya de preguntar lo mismo una y otra vez.
-Mi nombre es Ulbrecht Kälte Ar-Ightthar. Vengo desde las montañas para descansar antes de continuar mi viaje hacia el océano.
- ¿Ar-Ightthar? Mejor no mencione que esa sangre corre por sus venas. La señora Ar-Ightthar está perturbada, ya su padre lo estaba; y le aseguro que no tiene ganada la simpatía de nadie de por aquí.
-Gracias por el consejo. – Contesté escuetamente antes de seguir mi periplo.
Todo era tal y como lo recordaba, exceptuando, evidentemente, las banderolas carmesíes y doradas que bordaban un tapiz cuyo único objetivo era exclamar: ¡No lo olvidéis, el Gobierno, y con él todos los ejércitos del continente, vive entre y con vosotros! Al poco llegué a lo que se podía considerar la plaza principal, el punto de reunión de quienes buscasen algo de compañía durante las soleadas tardes de verano. La crucé sin siquiera intentar identificar algún rostro conocido, sin mirar atrás. Giré dos veces a la izquierda y una a la derecha. Era una calleja estrecha, pobre y mugrienta. Golpeé suavemente una puerta carcomida por la humedad y los años que se abrió rápidamente.
-Será mañana a primera hora. No habrá supervivientes.- espeté directamente al grueso hombre que me había recibido.
-Sin supervivientes. Nada más taxativo. Pero, ¿por qué aquí? – inquirió levantando imperceptiblemente una de sus cejas e invitándome a entrar.
-Porqué así se ha decidido. Primero aquí, más tarde será su corazón el que arderá en sus propias bocas. Esto es sólo el comienzo, y éste debe ser sobrio y perfecto. –terminé sentándome pesadamente sobre una pequeña butaca al tiempo que el chorro de luz exterior quedaba súbitamente atenuado.
-¿Y que hay de ti? ¿Por qué no has intentado cambiar esto?
-¿Debe un violinista cambiar una nota de su partitura? No somos quién para dirigir. Somos meros soldados que mañana pueden estar muertos. Nunca, por uno de nosotros, se adaptará una contienda, un concierto. – contesté mirándole fijamente a los ojos. Desde una sala contigua empezaron a sonar voces que, regularmente, repetían una tonada demasiado conocida por mis oídos: Re be-mol, Mi be-mol, Faaa, Re be-mol, Mi be-mol…
-Tu prima y su profesora de canto. – Explicó al percibir mi exaltación- No me preguntes para que quiere saber cantar pero en estos tiempos es bueno verla sonreír de vez en cuando. – terminó mientras su mirada se perdía más allá de las paredes de la habitación.
Aparté la mía, evitando compartir ninguna señal de empatía con él. Mis tres duros años de entrenamientos en las montañas me habían llevado a una llana indiferencia respecto a los sentimientos, ya fuesen o no de los demás. Me levanté lentamente, impulsado por un resorte extrañamente difícil de detener.
-Ya lo sabes, tío. Si tú y tu familia queréis sobrevivir, mañana al salir el Sol tenéis que haber abandonado este valle. Llevaos todo lo que no queráis que se convierta en ardiente ceniza. –dije saliendo de su oscuro nido. Re bemol, Mi bemol, Fa… Sólo faltaba un paso para que la revolución empezase.
Seguí por la callejuela hasta llegar a la improvisada e inestable pared. No dejaba de ser asombroso que los simples rumores de una guerra llevasen a la población de un pequeño valle a intentar construir su propia plaza segura. El muro, que circundaba la veintena de casas en las que se centraba la ligera actividad cambista, me guió hasta la zona de comercio de grano. Allí, desde las sombras, observé el ajetreo que la compraventa mientras les buscaba. El ligero olor a heno húmedo y a tormenta me llevó a ojear el cielo que rápidamente había adquirido tonos violetas. Paso a paso, en trance, me orienté por las desordenadas tiendas. Avena fresca, forraje vigoroso y mullido y harina blanquinegra a falta de mejores mallas para ennoblecerla. Anduve poco, repentinamente cansado. En ese momento yo era el solista de mi propia vida y, o encontraba mi estilo, o abandonaba mis aspiraciones.
Prácticamente tropecé con una mujer que me agarró la mano. Me detuve y encontré una febril mirada de reconocimiento en sus ojos, oscuros y brillantes. Balbuceé palabras inconexas mas a los pocos segundos me soltó para seguir con su trepidante andar. La gente, a su paso, se apartaba de una pobre señora que probablemente ya no recordaba su nombre. Ni el suyo ni el mío. Mi madre, como todo el mundo, había envejecido, o enloquecido quizás. ¡Pero solo habían sido tres años! Algo extraño había sucedido, algo que había llevado a mi apacible y tranquila matrona a ese penoso estado de degradación.
Una fresca gota se escoló por entre mi camisa para reanimarme. La multitud se disgregaba al compás de una lluvia que amenazaba con descargar toda su furia en pocas horas, como correspondía a esa época del año. A paso sincopado me precipité por varios callejones y algún que otro huerto para intentar alcanzar la posada, pero el chaparrón que descargaba era tal que una vez bajo un oscuro porche no pude seguir avanzando. Mosqueado al ver que en breve no estaría mejor que un pollito rollizo en lo alto de un árbol me senté sobre un nudoso tronco a dar tiempo al tiempo. En mi rostro se dibujó una sonrisa, me encantaban las ironías, los dobles sentidos; y más aún si llegaban por azar.
Cuando mi espalda ya empezaba a estar fustigada por la callosa madera sobre la que reposaba, el muro de agua que me privaba del tránsito por las calles se fue dispersando rápidamente. Me asomé esperando ver unas nubes ya descargadas y apacibles pero sobre mi cabeza me seguían vigilando unos enormes nubarrones que parecían salidos de la misma noche de los tiempos. Avancé ágilmente hacia la posada y, extrañamente, la encontré cerrada. Un cartelito rojo rezaba, en letras doradas: Cerrado por orden del vigente alcalde. ¡Por orden! Válganme los sagrados, ¿ahora el alcalde tenía poder sobre las gentes? Tiempo ha, cuando yo abandoné mi hogar, el que era elegido como soberano del pueblo sólo tenía jurisdicción sobre los aranceles y los horarios del agua de riego.
Me llevé una mano a mi barbilla, acariciándola lentamente. Pensé. Recorrí mentalmente cada rincón del pueblo. Había dos, quizás tres sitios que podrían servir. Aunque probablemente hubiesen escogido el de siempre. Me encaminé decididamente hacia la plaza principal. Una vez allí me senté en un banco, delante de una casa blanquecina. Silbé, cuatro notas, una tras otra. Repetí el proceso tres veces y esperé. Esperé a ver aparecer por la ventana el rostro sonriente de mis antiguos compañeros. Los que me habían animado a alistarme al ejército de resistencia, con los que había aprendido, gracias a los libros de mi tío, a leer y a escribir cual si fuésemos sacerdotes. Con los que había salido a cazar, con los que había reído horas y horas. Nada de esto pasó, pero no me extrañé. Era lo más normal del mundo, repetí más fuerte, más agudo, una octava y luego, con esfuerzo, una segunda más aguda aún. Silencio, roto fugazmente por las rachas de aire que empezaban a morder mis ropas de nuevo. Quizás ya no prestaban atención a la señal, quizás veían como un imposible siquiera la casualidad de que yo volviese algún día. Me levanté y me acerqué a la puerta. La golpeé, y esta cedió abriéndose lentamente. Mi corazón fue helándose al tiempo que la luz inundaba la demacrada estancia, sillas y mesas astilladas, hojas amarillentas esparcidas sin ningún orden y unas manchas oscuras decoraban un suelo en el que se había ido acumulando polvo.
No sabría decir cuanto tiempo me quedé ahí, quieto, solo, frío. Mi mirada se extravió entre los recovecos del recuerdo. Lentamente, un sentimiento de culpa fue extendiéndose por mi corazón, arañando profundamente todas las fibras de mi ser. El dolor me embriagó, emborrachó mi alma, y agaché mi cabeza, pidiendo perdón por unos crímenes que no había cometido. Pedí perdón por haberles fallado, pedí perdón por no haber vuelto antes y contarles que la revolución estaba ya próxima, pedí perdón por no habérmelos llevado conmigo, pedí perdón por no estar con ellos todo ese tiempo. Pedí perdón, y di media vuelta. Levanté mi mirada el cielo y éste me respondió con gotas de lluvia.
El tiempo pareció ralentizarse; mis pasos, pesados, me llevaron directamente hasta la salida de ese tormento en que se había convertido mi efímero regreso a casa.
-Señor, en nada va a descargar una buena, no debería salir con este tiempo.- Me sorprendió nuevamente el vigilante de la entrada. Le lancé una mirada iracunda como toda respuesta. – Quizás haya encontrado la antigua posada cerrada pero no se preocupe, el señor Thanais Kälte, muy amigo del nuevo alcalde del Gobierno ha abierto la suya propia, el maldito se está aprovechando como nadie del nuevo gobierno, y mire que bien le va.
Abrí la boca para responderle pero no pude. Nada me ataba ya, entonces, a ese pueblo. Mi familia ardería junto a los demás recuerdos. Y mi mentor, mi verdadero guía, mi tío, ya estaba sobre aviso. Seguí andando. La lluvia cada vez era más intensa. Oí, como debajo del agua, una voz que gritaba a mis espaldas.
El repiqueteo de las gotas fue aumentando de intensidad gradualmente. Mientras asimilaba todo lo que había descubierto, bajo el refresco del agua empapando todas mis ropas, una súbita rabia se apoderó de mí. Una descarga recorrió lentamente todo mi espinazo, erizándome el vello. Más motivado que nunca, recordé mi misión, mi objetivo, mi camino. El Gobierno me había robado todo lo que me quedaba, todo excepto mi sed de lucha y venganza. Y eso me haría más fuerte. Miré al frente, el mundo explotó no muy lejos al tiempo que todo se volvía un destello. En mi rostro se dibujó una sonrisa, una sonrisa de lobo. Cerré los ojos y los abrí lentamente. Seguí andando una vez más. El universo se hacía pedazos de luz a mi alrededor y el peso del cielo se descargaba sobre mis hombros. Una carcajada brotó de mis profundidades, mis dientes brillaban bajo la centelleante furia del temporal. Mi capa, ondulante, parecía que fuese a arrancar a volar libremente en cualquier momento, tal era la fuerza del viento que me azotaba. Mis brazos colgaban firmes, mis pasos ahora eran regulares y lentos, no tenía prisa ya. El momento cumbre de la obra que sería mi vida estaba próximo, todo se armonizaba. El público ya debía estar inquieto, esperándolo. El destino estaba próximo. Estaba lejos del campamento pero no importaba. Era un solitario, un romántico de mi propia naturaleza, un virtuoso de mi propia identidad. Y cuando el mundo se hundía bajo el fuego de la naturaleza, cuando la vida parecía querer esconderse, yo sonreía.
Re bemol, Mi bemol, Fa, Sol bemol… mañana empezaba la segunda parte de mi propio concierto, mañana empezaba la guerra por la libertad.
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